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¿El formato y el color de la botella de vino afectan a su sabor?

La percepción del sabor de un vino está influida, en mayor o menor grado, por las características de su recipiente. No es solo la falta de glamour del tetrabrik lo que hace preferible la botella «de toda la vida». Hay razones científicas por las que su contenido se disfruta mejor escanciado desde una botella champagne rosada, vermut seco o grappa.

La longitud del cuello de la botella afecta la oxigenación del vino, proceso que interactúa con su aroma y su sabor. Especialmente en crianzas y caldos jóvenes, el oxígeno desempeña un papel clave que comienza en la bodega, donde este elemento ya reacciona ante el nitrógeno, el dióxido de azufre y otros gases de la fermentación.

La mayor parte de las botellas son de 750 mililitros, que en tiempos remotos equivalía a la capacidad pulmonar de los sopladores de vidrio. Aunque hoy se sigue utilizando por su fácil transporte y almacenamiento, se comercializan botellas de mayor capacidad, como la Mágnum de litro y medio o la Salomón de veinte litros. En teoría, cuanto más grande sea la botella, mayor será la evolución del vino en su interior debido a la cantidad de oxígeno que queda entre el tapón y la superficie del líquido.

Pero el tamaño no lo es todo: también está el color. Tradicionalmente, el vino blanco se envasa en botellas transparentes o de tonos claros, mientras que el tinto suele preferir botellas de colores oscuros (verdes, caobas, ámbares) debido al impacto de la radiación ultravioleta sobre la conservación del vino. El calor es otro factor ambiental que puede mitigarse con una adecuada elección del vidrio de las botellas.

Las botellas se diseñan con el fin de mejorar la conservación de su preciado contenido frente a los cambios de temperatura o la humedad ambiental. Por consiguiente, el envasado del vino, en sí mismo, no altera la percepción del usuario, pero sí acelera el envejecimiento del mismo, al punto de modificar sus cualidades organolépticas.