La experiencia de conocer las Islas Cíes comienza mucho antes de pisar la arena de Rodas. Se inicia en el bullicio de la Estación Marítima de Vigo, un punto de encuentro donde se mezclan la emoción de los viajeros primerizos y la serena familiaridad de quienes repiten. Para el que va por primera vez, la espera en el muelle está cargada de una expectación casi infantil, alimentada por las postales y las leyendas de un paraíso a punto de ser descubierto. El momento en que la sirena del barco para las islas cies anuncia la salida es el verdadero comienzo del viaje.
A medida que la embarcación se aleja del muelle, la ciudad de Vigo se transforma en un anfiteatro de edificios que desciende hacia el mar. El puente de Rande se convierte en una silueta lejana y el murmullo urbano es reemplazado gradualmente por el sonido del motor y el graznido de las gaviotas que escoltan el barco. El viajero busca un lugar en la cubierta exterior para sentir la brisa salada en la cara y no perderse detalle de la travesía por la ría. El mar, de un azul profundo, se agita con el paso del barco, mientras a lo lejos, la costa de O Morrazo y la península de Monteferro dibujan el paisaje.
Tras unos veinte minutos de navegación, ocurre el momento mágico. En el horizonte, emergiendo de la bruma atlántica, se perfilan las tres islas. Al principio son solo una sombra oscura, pero a medida que el barco avanza, su forma se define, revelando el contorno del Monte Faro y la promesa de playas protegidas. Es en el tramo final de la aproximación cuando la realidad supera cualquier fotografía. El agua adquiere una increíble tonalidad turquesa, tan transparente que permite intuir los fondos marinos. La playa de Rodas se despliega como una media luna de arena blanca y resplandeciente, uniendo dos de las islas.
El corazón se acelera un poco cuando el catamarán reduce la velocidad para atracar en el pequeño muelle. Desembarcar y sentir por primera vez la suave arena bajo los pies, respirar el aire puro sin rastro de contaminación y escuchar el silencio, solo roto por el rumor de las olas, es la confirmación de haber llegado a un lugar verdaderamente excepcional. Es el bautismo atlántico, una primera vez que se graba en la memoria y que redefine el concepto de paraíso.