El oro blanco es una de las aleaciones más utilizadas en joyería gracias a su polivalencia, modernidad, resistencia y carácter hipoalergénico. Su desarrollo se atribuye al neoyorquino David Belais a principios del siglo veinte, si bien recibía el nombre de electro o electrum en la antigüedad. Hoy se encuentra en pendientes, collares y anillo oro blanco de variado diseño.
Esta aleación, resultado de combinar oro puro con metales como la plata, el manganeso, el níquel o el paladio, presenta una durabilidad fuera de lo común. Sus joyas resisten los arañazos, las abolladuras y otras agresiones, manteniendo su apariencia original durante más tiempo que el oro amarillo y otras soluciones.
La versatilidad del oro blanco también lo desmarca de sus competidores, siendo fácil de conjugar con metales y piedras de variado tipo gracias a su apariencia neutra y elegante. Su tono plateado característico permite asociarlo con el platino, los diamantes, el paladio o las perlas.
Con frecuencia, las joyas de oro blanco se bañan en rodio, metal de gran dureza y tolerancia a la corrosión que mejora las propiedades de aquellas. En particular, el recubrimiento de rodio incrementa el brillo superficial de anillos, broches y otras piezas, al tiempo que actúa como escudo contra la decoloración y otros males.
Más allá de sus propiedades físicas, el oro blanco tiene una carga simbólica que transmite a sus creaciones joyeras. Por su blancor, es un metal asociado con la pureza y la elegancia, cualidades apropiadas para las nupcias y el compromiso matrimonial que anticipan.
Este metal no está exento de inconvenientes. Un buen ejemplo es su precio elevado, pues a diferencia del oro amarillo o rosa incorpora paladio en su fórmula, material que encarece su producción. Otro de sus peros es el mantenimiento, más exigente que otras aleaciones basadas en el metal áureo.